El tipo llevaba como media hora sin apartar sus pegajosa mirada de mi cuerpo, recorriéndolo arriba abajo sin parar. Creo que conocía mis piernas mejor que ELLA, que contemplaba con enfado la escena. es lo malo de que no haya un hombre en la relación, que cualquier gilipollas puede molestarte sin sentirse amenazado. Bueno, y también está aquello de los espontáneos que se ofrecen por la calle para hacer un trío en cuanto ven a dos lesbienas besándose en público.
El caso es que yo ya me estaba hartando del plasta de la barra, porque no podrá seguir con atención la charla que manteníamos con nuestras amigas M y V, pero el tipo no se daba por aludido, parecía que le excitaba aún más mi cara de odio.
Hasta que me harté.
Me levanté y grité de mabera que todo el restaurante pudo escucharme:
- oye tú. ¿Quieres dejar de mirarme?
- Perdona. No te ofendas.
- ¡Que no me ofenda! Llevas media hora acosándome. Como me mires un solo minuto más te voy a partir la cara, tú verás lo que haces.
En cuanto me senté, el chico se marchó del lugar. Todo el restaurante me miraba como si me hubiera vuelto loca.
Fue un pequeño triunfo sobre todas aquelllas veces que me he visto obligada a mirar al suelo mientras un grupo de adolescentes marroquíes me decía guarradas mientras camino, sobre los pelmas de discoteca que me quisieron tocar el culo cuando estaba borracha, sobre los que se acercan peligrosamente en el transporte público y se comen un codazo.
Sobre todos aquellos hombres que acosan a las mujeres y se sienten importantes por hacerlo: los machitos.
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