Hubo un tiempo en el que vivir no costaba tanto dinero o en el que el dinero no me importaba tanto para vivir. Un tiempo repleto de páginas en blanco por escribir, de ilusiones a la vuelta de la esquina. Hubo un tiempo en el que esperaba mucho de los demás, de la vida, de mí misma. En el que creía que la diferencia entre el que lo consigue y el que no se encontraba en el esfuerzo por alcanzar los objetivos.
Era un mundo justo, libre, creado y mantenido por una idea demasiado adolescente de la vida. Demasiado inocente.
Supongo que, como todos, ya pagué el precio de la inocencia en plazos de desilusiones. Supongo que veo a través de ojos cansados, a veces desengañados, a veces tristes.
Pero el resto de páginas en blanco puedo escribirlas con un letra firme, sin promesas, pero con la misma ilusión de antes. Que no creo en príncipes azules o dioses que me rescaten en el último instante. Que me atengo a la realidad para hacerla más agradable.
Y aprendí a cuidar de la inocencia que me quedó de esos embates, la protejo cada día para que no me la desengañen.
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