Su arte consiste en transformarse en seres que nunca fue. En hacer vibrar al espectador con sus gestos, con su voz, con sus movimientos. Con frases que otros inventaron para él. Para que diera vida a historias imposibles, historias cotidianas, historias soñadas en otro tiempo y otro lugar.
He visto en sus ojos procesos de transformación que me pusieron los pelos de punta, un brillo esquizofrénico que gritaba con sus cuerdas vocales en una secuencia, desnudo en una bañera. De modo que conseguía, de nuevo, hacernos saltar las lágrimas a todos los presentes dentro y fuera del plató, a un lado u otro de la pantalla.
Se atrevía con todo. Y todo parecía adaptarse perfectamente a su arte.
Hoy me he enterado de que dejará la escena. Porque lamentablemente no eligió ser fontanero, ser mensajero o ser directivo. Él quería ser actor. Pero no con el ánimo de la fama o el dinero, sino con las fuerza que sale de las entrañas. Una verdadera vocación.
Vocación de una persona humilde, de oficio, de teatro, sin apenas exigencias, nada más que las marcadas por el guión. Sin excentricidades de estrella. Y podría haber sido una estrella si hubiera tenido suerte.
Supongo que forma parte del proceso de maduración, dejar de soñar en adaptar el mundo a nuestra medida para reconstruirnos a la medida de ese mundo. Un mundo estúpido en el que los actores no pueden vivir como trabajadores normales.
Él deja a sus espaldas quince años de profesión. De cortos, películas, obras que no saldrán a la luz nunca para la mayoría del público. De camarero, profesor de ajedrez, operario en una cadena de congelados. Y de ACTOR. Con mayúsculas.
El mundo escénico pierde hoy a uno de los grandes. Lo malo es que , salvo ustedes y yo, nadie lo sabe.
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