Por fin descansaríamos las dos.
Me había acostumbrado a su inquietante presencia en el salón, una jarra del tamaño de un tetra brick, negra, reluciente, pomposa. Presidiendo la estancia justo encima de la televisión.
A veces sentía su mirada desde mi cama, en la sala contigua, mientras leía novelas románticas. Sentía su desaprobación entre las paredes. Como cuando hacía el amor con mi novio, con el que jamás me casé. Un dedo señalante invisible extendido desde el salón.
Diez años de espera, dos horas de viaje, para deshacerme del maldito jarrón.
Por fin lo tuve entre mis brazos, lo pasé a uno de mis hermanos. Que , llorando, no se quería desprender de él, abrazado con histeria a un trozo de cerámica. No sé para qué tanto cuento si llevaban todos diez años evitándolo y me habían endiñado a mí el maldito jarrón negro. Todos lo tuvieron en sus manos un rato, susurrando palabras de despedida.
Cuando llegó a mi hermana mayor, con la misma ceremonia que los demás, retiró el tapón. Mi hermano pequeño dejó escapar un suspiro.
- Dejamos tus cenizas allá donde lo pediste, mamá.- comenzó a extender las cenizas entre la hierba y los arbustos con mucho cuidado de no mancharse.
Yo añadí, en un tono tan bajo que nadie me escuchó:
-Y sentimos no habernos puesto de acuerdo para hacerlo antes. Tengas ahora descanso eterno.
(es una historia real, si pido que me incineren pondré fecha límite, por si acaso).
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