Fue justo en aquel verano en el que pasamos tantas horas juntas, contándonos las penas y los dolores hasta las tantas de la madrugada. Desayuno de ron con coca-cola.
Volvíamos de la piscina de la casa de mi padre en la que chapoteamos sin cruzarnos con ningún vecino porque era agosto. Yo llevaba un bañador naranja horroroso que mi hermana había escondido en el fondo del armario y tú te pusiste el de imitación a tela vaquera. Parecíamos un revival de los anuncios de El Corte Inglés de hacía demasiadas temporadas. Aunque a ninguna de las dos parecía importarnos. Recuerdo que nos sentamos en el borde, chapoteando con los pies y te conté una historia que te mantuvo en vilo una hora y media. El juego de inventar historias que tanto nos gustaba, un día tú una, un día yo otra, remodelando la realidad a nuestro gusto convirtiéndola en drama o comedia.
Volvíamos en coche, en el AX rojo que un año más tarde se paró en Toledo y jamás volvió a arrancar. Por azares del destino me confundí en un cruce. Luego en el siguiente. Luego en el siguiente. No había nervios porque nadie nos esperaba en nuestras casas.
Y la carretera nos fue equivocando hasta lo alto de un monte, en pleno atardecer. Naranja, rojo y violeta ennegreciéndose. Tú señalando con el dedo. Los problemas alejándose con el sol hasta la noche.
Desde entonces no me he dispuesto del tiempo para pararme a ver atardecer. Aunque suceda todos los días.
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