- Siempre encontrábamos a algún gilipollas dispuesto a hacerlo. Un imbécil deprimido, que recientemente había recibido la carta de su novia explicando la existencia de otro hombre. Alguien que necesitase su momento de gloria. Y se lo dábamos.- Hizo una pausa larga, de manera que su voz ronca cortó el silencio de los asistentes.
- Se hacía una fiesta de despedida, con muchas banderas colgando de los pasillos del submarino.- Imitaba con sus manos el movimiento de la tela al desplegarse.- Escribíamos su nombre en una placa metálica reservada sólo al espacio de los héroes. Tocábamos el himno en su honor. Y todos mis hombres, uno a uno, se despedían del elegido con un apretón de manos, un abrazo, un saludo militar. Si no se le daba la importancia que merecía el momento, se corría el riesgo de que nuestro soldado se echase atrás.- Miró fijamente a los ojos a cada uno de los presentes.
- Fíjense qué estupidez. Entregar la vida por un ratito de gloria. Por las pancartas, los saludos y la placa. Por una mujer, entre muchas, que negaba el ansiado amor de adolescente. Y antes de que tuviese el tiempo suficiente para pensarlo de veras, lo subíamos al torpedo, seguíamos la trayectoria y nos despedíamos del gilipollas que nos acababa de salvar el culo a todos.