martes, mayo 31, 2005

El tiempo vuela... Y mis miedos tienen nombre. El médico rectifica por carta, aunque tuviera la oportunidad de hablarme a la cara la semana pasada.
Esta experiencia me ha servido para muchas cosas. Para darme cuenta de quién está conmigo y quién hablaba en alto para que los demás escucharan (y se ha quitado de enmedio para hacerme un gran favor según su retorcida visión de la vida). Para ser consciente de que el ir tan rápido no quiere decir que llegue a ningún sitio. Para disfrutar los momentitos de vida regalada. Qué feas las orejotas del miedo.
Para preguntarme por qué yo no tengo esclerosis múltiple y otros sí. Para preguntarme y dibujar cien mil veces mi diagnóstico, posiblemente impreciso, como la medicación que recibía hace ya más de un mes. Para agradecer cada minuto sin músculos tensos, boca torcida, gesto indisimuladamente doloroso en el orgullo.

domingo, mayo 22, 2005

Mi abuelo últimamente anda de un humor de perros. Ha perdido un 95% la vista de un ojo y casi un 85% del otro. Los médicos tampoco están dando muy buenas perspectivas de futuro, después de muchos meses de tratamientos dolorosos y largos.
De vez en cuando se sonríe. Mira a mi abuela y dice: "Pero qué guapa es mi María".
Me pregunto cómo debe de sentirse uno fijando en la retina la imagen de alguien a quien no volverá a ver jamás. Tras más de cincuenta años juntos.

sábado, mayo 21, 2005

Cuando llegué a la capital me acostumbré a viajar en metro. Por la novedad. Y porque, he de reconocerlo, tengo cierta habilidad para perderme. Las estaciones no cambian de lugar, pero a lo largo de una calle existen gran número de paradas de autobús. Además en cada estación encontraba un plano de la zona, que siempre me ayudaba a situarme un poco mejor. Era por aquel entonces, recién venida de una ciudad en la que si preguntaba cómo se llegaba a una dirección concreta, la gente me miraba mal. Cuando aún no sabía que Madrid es tan grande que la mayor parte de los madrileños suele perderse fuera de su barrio, por lo que es frecuente que pidan ayuda para localizar lugares. Otra cosa es que quien les ayude lo haga con más o menos mala leche.
Por eso el metro se convirtió en uno de mis mejores aliados.
Lo asocio con olores, Plaza de España, donde se infiltran los aromas del chino del subterráneo. Con tiendas, FNAC, Callao o Leturiaga, Ríos Rosas. Con el sabor del miedo al examen en Ciudad Universitaria, cuando un músico callejero tocaba estupendamente bien la guitarra todas las mañanas. Con las caricias del domingo por la mañana recién salidita de Chueca, de Medea, en Antón Martín. Con las amargas despedidas de la estación de autobús de Méndez Álvaro, de aquel amor veraniego que duró hasta noviembre. Con los colores chillones, las poses histriónicas del orgullo gay que siempre sale de Retiro. Con la ilusión bajo el brazo, un guión en la cabeza a punto de reunirme saliendo por Arturo Soria. Con tocar en los vagones camino a Usera, mientras un segurata casi nos agarra por el cuello mientras los concurrentes nos miraban asombrados porque no pedimos monedas por brindarnos un ratito de su tiempo.
Con la sonrisa de oreja a oreja, la mirada en las nubes, después de la primera noche a su lado. Saludando al estadio del Rayo, enfrente de la estación de Portazgo.

domingo, mayo 15, 2005

El hombre se escudaba tras su periódico, sentado en el asiento del vagón de metro. De vez en cuando se ajustaba las gafas con la mano derecha, que se resbalaban por el sudor que caía abundantemente por su frente. En la siguiente parada entraron dos niñas de apenas diez años, con el uniforme escolar y una pesada mochila en sus hombros. Pude sentir la excitación del hombre.
Miraba a una de las niñas mientras ésta se acercaba para ocupar un asiento cercano. El hombre observaba de arriba abajo a la chica, fijándose en los pechos incipientes, la faldita, adivinando sus braguitas de colegiala con un gesto baboso.
Carraspeé, conteniendo mis ganas de sacudirle un puñetazo al pedófilo. El hombre se agazapó tras las letras grandes de su periódico, encogiendo como si no existiese en el vagón. Lo estuve vigilando hasta que las niñas salieron en su parada, camino al colegio, al examen del que hablaban en voz en alta.

martes, mayo 03, 2005

La gente cree que grabar en un estudio es una experiencia divertida. Tampoco me extraña, con todos los extras de DVDs que nos venden la imagen de caras sonrientes tras amplis y micrófonos. Nadie sabe aquello de escuchar la misma canción cien veces seguidas, las broncas porque algo no cuadra o alguien se imaginaba la melodía de manera diferente. El malestar de muchas horas de trabajo seguidas. Y el reloj. Siempre el reloj. Minuto a minuto uno va escuchando las monedas caer desde tu bolsillo al del técnico del estudio. Al principio muy despacio, todo debe de quedar perfecto, hasta al final, en el que ya nadie está de humor para discutir. Cuando descubres que elegiste el lugar equivocado para grabar. Que la guitarra continuará sonando igual de metálica que al inicio, porque el técnico no sabe, no comprende, cómo hacerlo mejor.

Gracias a Paco y a Marko mi percepción de las grabaciones ha cambiado notablemente. Gracias a los dos.