No era la primera noche en la que nos cruzábamos, pero tampoco la conocía tanto. Una chica, de mirada triste en un mar azul de dudas con la que había intercambiado unas cuantas conversaciones en el Escape, un antro nocturno en Chueca.
La charla de esa madrugada versaba sobre su recién convertida en ex. Sobre cómo echaba de menos dormir abrazada a ella.
Yo aún no conocía la sensación de dormir abrazada a nadie por las noches, la paz de la cotidianeidad en los actos de amor tan pequeños. Pero podía imaginarme, por su tono de voz, que era una pérdida terrible.
Avanzábamos por Fuencarral, destino al metro de Gran Vía, en el que se separaban nuestras líneas.
- Si tuviese casa, te invitaría a venirte conmigo. - Por circunstancias, me encontraba alojada en el apartamento de un familiar.
- ¿Sólo para dormir?
- Para que puedas dormir abrazada a alguien.
Me miró con incredulidad.
- Yo tampoco tengo casa.
Conforme llegábamos a la estación tuve una idea descabellada:
- ¿Y si dormimos en una pensión?
Siempre imaginaba las habitaciones de las pensiones como lugares sórdidos en los que poder practicar sexo con desconocidos, no para abrazar a nadie. Era una buena manera de romper las connotaciones. De volver a la inocencia.
Recuerdo que incluso saqué dinero de un cajero, llamamos a un par de pensiones de Hortaleza.
Pero la realidad tuvo que imponerse. Nos miramos fijamente y decidimos marcharnos cada una a nuestra casa sin palabras.
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