Escucho una voz dulce, que gime, que grita, que emociona al cruzar la calle, vuelta a casa del rastro. Canta con un inglés claro, con una guitarra a la que le falta una cuerda. Lleva el ritmo con unos zapatones grandes, recién lustrados con betún negro.
Es un músico callejero que consigue llamar la atención de los viandantes, en una pequeña plaza al lado de Tirso de Molina, en frente de un edificio abandonado, que congrega poco a poco a una pequeña multitud que no duda en soltar unas monedas al escucharle.
Mientras canta cierra los ojos. Se levanta. Da una vuelta alrededor de su silla, de manera que podemos ver las costuras rotas de su traje marrón, de un pantalón que le queda corto. Se sienta y entre versos se ajusta el sombrero.
Como un personaje del oeste en mitad del rastro.
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