Se imponía sin necesidad de gritos, pese a su metro y medio de estatura y sus apenas cuarenta kilos de peso. En aulas osculas repletas de hormonas de adolescente.
Le bastaba con sacar la temida cajita de las fichas nada más comenzar la clase, revisar con lentitud hasta dar con la apropiada y llamar al Sr. Gómez o a la señorita Armenteros para sembrar el terror en el aula. Nunca nadie hizo una broma sobre la menuda profesora.
Años más tarde me enteré de que a ella le gustaba más la literatura, pese a que nos lograra que todos declinásemos con soltura aquellos interminables latinajos. Ese día hablamos de libros y de futuro y de todos aquellos planes aún adolescentes que yo tenía rondándome por la cabeza por aquel entonces.
Me contó que ya había leído algunas cosas que yo había escrito para mis otros trabajos de clase y al finalizar la charla me confesó que le hubiera encantado ser mi profesora de literatura. El mayor halago que he recibido.
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