martes, julio 25, 2006

Quizá dejé en la ciudad ofertas tentadoras que no volverán a presentarse, pero el viernes tomé la mochila y, con una compañera de trabajo, me marché a visitar a mi madre. Con la mala fortuna de que mi familia había decidido irse de vacaciones precisamente ese mismo fin de semana.
Así que no nos quedó más remedio que viajar a San Sebastián, en un día puntuado con un nueve y medio sobre diez en la escala del novio de mi compañera de trabajo.
Nos bañamos en varias playas. El novio de mi amiga y yo nos fuimos a nadar al fin del mundo mientras mi amiga buscaba desesperadamente nuestras toallas creyendo que nos habían robado todo (y nada se movió de su sitio, afortunadamente). Compramos media docena de azulejos pintados a mano por un artista callejero. Descubrimos que esa misma noche había concierto gratuito en la playa, de modo que acabamos sentaditos con nuestra cerveza, sentados en la arena, escuchando jazz jamaicano.
Como no podía ser de otra manera, nos bañamos sin ropa a las tres de la mañana, ante la mirada atónita de una pareja que paseaba al perro.
Como no podía ser de otra manera, antes de tomar la carretera a Pamplona, el conductor pasó un control de alcoholemia. Que dio negativo. No me subo con irresponsables al volante.
El último recuerdo del viaje: un girasol que robamos en Soria. Mi compañera tiene plantados dos en su terraza.

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