Me he despertado bañada en sudor, encendiendo la luz a toda velocidad. Volando hacia el interruptor como cuando era niña y lograba que los fantasmas desaparecieran en la carrera de las tinieblas frente a lo luminoso.
Era una pesadilla.
Estaba en una habitación de una preciosa casa de madera con muchos niños a los que debía proteger de una especie de huracán, o de batalla naval, qué se yo. Les escondía del impacto de los trozos de ventana, de pared que iban saltando por la fuerza del viento. Alguna señal del sueño me ha hecho darme cuenta de que podía parar la escena, como en todas mis pesadillas. Como aprendí a hacer de niña. Soñar que podía encender la luz como truco mental para detener la situación.
Hacía años que no tenía una pesadilla.
Para que esto me suceda así, con un sueño de persecución, de muerte, como los que he tenido durante toda mi infancia, la carga psicológica de lo que me está sucediendo es bastante elevada.
Recuerdo que cuando me metí en esto, antes de conocerte, no sabía qué elementos de control establecería para diferenciar la fantasía de la realidad, el verdadero deseo del deseo inducido. Y me di cuenta de que mi único parámetro de percepción válido sería el de mi propia felicidad. Ese es el verdadero límite.
Ha saltado un clic en alguna parte.
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