El sol se deslizaba, atardeciendo en rojos, naranjas y rosas
sobre las nubes.
No nos quedó otro remedio que pararnos a observar esa
maravilla de la naturaleza, pese a los
gritos de una hora antes, a las lágrimas
conduciendo de regreso a Madrid, a la angustia en la garganta y esa sensación
latente de que ya nada iba a volver a ser como antes.
Así que dejamos el coche a un lado, abrimos la puerta,
salimos para observar el espectáculo. Fue un pequeño paréntesis. El mundo nos
recordaba que la vida se seguiría abriendo paso independientemente de nuestras
discusiones, de nuestra ansiedad, de nuestros miedos y preocupaciones
cotidianos. (La vida ya se encargaría de demostrarme muchas otras cosas años
después, pero eso ya es otra historia).
Volvimos al coche y al llegar a Madrid jamás volvimos a
dormir bajo el mismo techo.
Pero todos los días sigue atardeciendo.
Siempre se pone el sol...
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