Entre bostezos vierto la leche en mi café amargo. Me siento ante las noticias de la tele con cinco galletas en la mano. Mojo la primera. Por casualidad la miro. Mierda. Tiene una forma diferente a las demás, con una carita dibujada. ¿Y si he estado a punto de comerme el comprobante de un premio maravilloso de estos de sueldo para toda la vida? Seco a toda prisa la galleta, imaginando mi piel tostándose por el sol en las playas del Caribe. Corro a la caja de galletas, tirando por el camino una lata de tomate, un brick de leche, varios sobres de sopa precocinada.
Pero no.
La caja no habla de promociones. Ni de sueldos para toda la vida, ni de coches fantásticos y la arena del Caribe pasa a ser la del borde de la piscina municipal repleta de niños y abuelas del barrio.
Observo que el dibujo de la galleta aparece varias veces repetido, pero siempre he estado demasiado dormida como para apreciarlo.
Remojo mi galleta seca en la taza y me como los sueños de premios disueltos en el café amargo de todas las mañanas.
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