Crecí en una familia con ciertas deficiencias. Todas las tienen. Concretamente en la mía todo estaba permitido : se podía gritar, pegar, montar pollos, dejar de hablar a alguien. Recuerdo que un día mi padre me amenazó de muerte a la salida de un juzgado por nuestra custodia. Mi madre vivía en una montaña rusa perpetua emocional. Crecí en territorio comanche hasta que me marché de casa.
La excusa de todo era sencilla: si estás pasándolo mal todo se justifica.
Por tanto crecí con una habilidad tremenda para predecir los problemas, para ponerme en la piel de los demás, con un sentido de alerta que me cuesta mucho desactivar y sin ningún límite. Porque todo está permitido si el otro está mal.
Naturalmente tuve que aprender que eso no es cierto. Pero lo aprendí en mi sentido: yo no puedo hacer lo que quiera si estoy mal. El otro sentido se me escapaba, porque poseía una gran capacidad para ponerme en la piel de los demás y justificar casi cualquier acción mientras una pequeña vocecita interna me decía que me hacían daño.
Es horrible esa sensación, saber que el otro te está dañando pero ser incapaz de marcharte.
Mi capacidad de perdón era infinita, como mi lista de agravios, que iba olvidando lentamente.
Pero ya no. Desde hace un tiempo muchas cuestiones han cambiado en mi vida. He dejado actividades que me dañaban, intento rodearme sólo de personas que me hacen feliz. Elijo yo.
A veces es doloroso, porque elegir perdonar o no hacerlo supone una toma de conciencia dura. Y porque dejar marchar a gente que ya no tiene crédito ilimitado en sus acciones también es una pérdida.
Y así ando. De pérdidas y duelos.
Pero esta vez sé que son para mejor.