martes, marzo 30, 2004

Madrid 11 de marzo del 2004
Dormía placenteramente al lado de mi novia cuando nos despertaba un timbre casi histérico. La hermana de mi novia para ver si estábamos bien. Seguimos durmiendo, nos habíamos acostado a las cinco de la mañana porque tuve que trabajar hasta tarde.
Cuando llamó mi madre me alarmé. Mi madre no me llama jamás en situaciones preocupantes, sino en momentos como... Como el once de marzo.
Encendí la tele y ràpidamente sentí cómo el mundo en el que crecí se derrumbaba: alguien puede poner varias bombas en un cercanías, las noticias de los telediarios son reales, nadie nos puede proteger del todo.
Me pasé el día entero como en una nube. Hablando de la posible autoría de los atentados, buscando infructuosamente el Gara en la web.
No conocía a nadie que iba en el cercanías. Pero el novio de una amiga perdió uno de los trenes en el andén, cabreado porque no llegaba al trabajo.
Y por la noche, en el curro, por fin me di cuenta de que realmente había sucedido. De que no era mentira. o de que no era un hecho político lejano.
Era en Atocha, a diez minutos de mi casa. Atocha, donde tantas veces he esperado a mis amigos para que vinieran de algunas ciudades dormitorio; Atocha, donde el AVE que me devolvió a Madrid tras unos meses de estancia en Sevilla; Atocha, donde los bocadillos de calamares; Atocha, donde un uno de diciembre decidí quedarme a vivir en esta ciudad para siempre. Y ahora ya nunca más sería Atocha de la misma manera, porque una sombra se cruza y nubla el resto de recuerdos.
Esa misma noche no sentí el peligro habitual cuando subía hacia mi casa (vivo en Lavapiés, un barrio conflictivo por la noche). La total inseguridad degeneró en una extraña valentía o temeridad. Carpe diem. Recuerdo que anoté en el móvil la letra de una nueva canción que se deslizaba entre mis labios.
Y al día siguiente , por fin, lloré.

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