Nos conocimos en la asociación. Mirada al frente, decidida, se presentó sin tapujos, aunque era la primera vez que ella pisaba el despacho. Sonreía con los ojos. Su nerviosismo se transmitía a través de sus modos de conversar. Borde pero cercana. Simpatía pretendidamente enfadada.
Aquella noche salimos todas las recién llegadas por chueca y la envenené con un chupito de TNT (absenta y whisky) en el Gris. Desde aquel día ese grupo sufrió múltiples mutaciones, desavenencias, amores, desamores, como en todo grupo de amigas que se precie.
He pasado meses sin saber de ella, ni ella de mí. Pero a ratos echo de menos esa bordería amable que tanto la caracteriza. Que me acaricia la cabeza con cariño cuando nadie mira para que no se sepa que me quiere. Que me cuida en la distancia.
Esa jodida cabezota que ha pasado mucho miedo estos días y cuenta su historia como si hablase del tiempo.
A veces me dan ganas de llamarla para darle las gracias y decirle todo lo que la quiero (como amiga, ya se entiende). Pero sé que si lo hago me llamaría ñoña. Porque ya lo sabe.
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