Aquel día sonó el despertador a las seis, como lo llevaba haciendo desde hacía años. Un sonido intermitente, eléctrico, que cesaba tras un manotazo. Se levantó con pereza. Sus pies le arrastraron hacia el baño, hacia el espejo, hacia una figura irreconocible al otro lado. Aún podía contar las arrugas que surcaban su rostro con los dedos de una sola mano.
Se lavó la cara y dedicó unos cuantos minutos a la restauración facial, al vestido de sus párpados, de sus mejillas, de sus labios.
Un desayuno rápido consistente en el café de ayer, leche desnatada, galletas integrales. Ya habría tiempo en la oficina.
Encontró el traje debidamente planchado en el armario. Uniforme de trabajo. Gris, como las paredes del gran despacho de la última planta. Caro, como todo aquello que contenía el apartamento, como ella misma. Perfecto.
En ese momento pudo recordar la voz aguda de la dependienta en la tienda en la que adquirió la prenda, cuando aún tenía tiempo para ir de compras.
"Una buena elección".
Ahora ya reconocía la figura que saludaba al otro lado del espejo. Prefería no recordar que existía otra persona resacosa, dolorida, aburrida, antes de esconderse en los trajes perfectos.
Al cerrar la puerta del apartamento soltó una despedida que nadie escucharía. Tampoco quedaba tiempo para la familia.
Participó del atasco de las siete y media, entre otros coches que avanzaban en la caravana rutinaria hacia su trabajo y otros muchos trabajos.
Le gustaba escuchar una emisora de viejos éxitos. De este modo se evitaban los noticiarios económicos, para retrasar la ansiedad, las llamadas a otros seres trajeados y las reuniones. Tampoco le gustaban las emisoras de canciones de moda, no quedaba tiempo para memorizar nuevos nombres de intérpretes, otro esfuerzo inútil.
"Se dejaba llevar, se dejaba llevar por ti...", cantaba Antonio Vega a través de los altavoces. Tampoco quedaba tiempo para los recuerdos.
Un nuevo timbre la despertó.
-¿Dónde andas?
-En el atasco, en diez minutos estoy ahí.
- En cuanto llegues, súbete a la sala de reuniones.
- ¿Pasa algo?
- Pasa que el Sr Sanz la ha cagado en la negociación y estamos en pleno gabinete de crisis. Ven rápido.
Nuevo sudor frío.
Difícil buscar atajos en un atasco y al mismo tiempo buscar soluciones inmediatas. Por eso no le gustaba radio intereconomía, porque es el obituario de los directivos. Y Mr Sanz acababa de formar parte de la última necrológica.
"Si al menos se hiciera más fluido el tráfico..."
Ahora ya podía escuchar los detalles de la operación fallida en boca de un locutor apasionado con el nuevo escándalo económico. "A ver cómo salimos de esta". Mirada incesante al reloj. Pasados tres minutos desde la llamada.
A lo lejos divisó a un guardia civil que hacía señas para que los conductores no se detuviesen a mirar el accidente. Cuatro minutos desde la llamada.
Tres planes alternativos de comunicación: Negarlo todo para ganar tiempo, Contar la parte que interesaba y culpar a otro, Decir la verdad... Simplemente con el hecho de haber considerado la honestidad como plan se sonrió, "ya no queda tiempo... Hay que buscar un cabeza de turco".
Seis minutos y ciento ochenta en el carril izquierdo. Un gilipollas en un cuatro por cuatro hablando por el móvil. Siete minutos.
"Haz caso a las largas, coño". Ocho minutos. Los segundos van desfilando uno a uno en el reloj del coche, bailotean ante sus ojos.
"El tiempo es primordial en las situaciones de crisis", decía el manual de comunicación empresarial. Nueve.
Pisa el acelerador a fondo justo cuando se encienden las luces rojas de frenado del cuatro por cuatro. Volantazo.
Van desfilando los segundos uno a uno, bailotean antes sus ojos. El locutor de radio intereconomía relata los datos del último escándalo económico. El conductor del cuatro por cuatro ve a través del retrovisor cómo el audi que le pitaba hace unos segundos salta la mediana...
Suena un timbre justo diez minutos después de esa primera llamada. Pero nadie va a contestar el teléfono.
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