El domingo quedé con ella. Me esperaba al fondo del café Barbieri, con la misma expresión en los ojos que se me quedó grabada cuatro años atrás, con la misma manera de sujetar la taza entre las manos.
Parece que las cosas han vuelto a los cauces de la rutina, de la tranquilidad. Ha pasado los últimos cuatro años sirviendo al amor con diferentes caras, con diferentes voces, pero el mismo sufrimiento. Eso ya es pasado.
Como aquel verano en el que nos conocimos. Cuando aún creíamos en las personas, mucho antes de que nos engañaran, mucho antes de que nos engañásemos a nosotras mismas. Cuando soñar todavía no costaba tanto como ahora (un alquiler sin pagar o una factura de móvil pendiente, nada que llevarse a la boca si no trabajas). El punto perfecto en el que se ven los sueños: al principio, cuando aún quedan fuerzas.
Verano del 2000. Mucha música, borracheras, confesiones a media voz, esa desconocida en la cama, la ciudad vacía, la luz blanca de agosto golpeándome la cara. Cuando aún tenía tiempo para pararme por la calle simplemente a admirar la vida, la gente o los edificios.
Han pasado cuatro años. Y la contemplé más vieja, menos inocente. Quizá mi reflejo.
Pero todavía le queda ese brillo en los ojos.
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